Cojo una rosa roja pasión y la pongo sobre mi palma. Está húmeda, no sabría discernir entre rocío y agua pero está húmeda. Es roja, tan roja que parece de mentira, tan roja que la misma sangre parece azul a su lado, es fuego ardiente o pinta labios de putón.
Sigue ahí, en mi mano, intacta, roja y húmeda, hace caso omiso al viento impregna la luz de su color.
Tanto me gusta la rosa que, con los ojos cerrados y una sonrisa de placer cierro la palma y la acerco al pecho, mala es la suerte, pues la siento perecer. La siento encogerse, arrugarse y secarse. Ya no hay dulce tacto de seda en su pétalos, sólo un vetusto sentimiento de muerte. Aprieto más la mano queriendo no llorar y noto como se rompe, suelto un ruido que parece un tosido, noto la garganta irritada, no puedo contener el vibrar de mi rebelde labio inferior. Cae una lágrima, se desliza a milimétricos trompicones, tropezando con mis imperfecciones hasta llegar abajo del todo y caer en picado y detrás de ella una legión de iguales totalmente distintas. He roto a llorar.
Me tiembla la mano, necesito abrirla y tan grande es el "no quiero" que incluso me convence de que no puedo. Pasa un rato y, en tremenda revolución consigo abrir la mano. Sobre mi palma ya no hay una bella rosa húmeda y roja, sólo hay cachos, restos de lo que antes fue vida y sentimiento de felicidad, hay desolación, desesperanza, impotencia. Entre tanto lamento viene el viento y se lo lleva todo. ¿No seré yo merecedor de ella? ¿La maté yo? ¿Qué he hecho yo para merecer esto?
Me tenso, aumentan los latidos de mi corazón, me cambia la cara. Ya no me vibra el labio, ahora me palpita un párpado; no puedo controlar mis cejas que ya responden por mi cosas que no se si quiero decir; aprieto el puño y lanzo lo poco que queda en él. Ya no quiero desafiar a la gravedad, ahora quiero destrozar algo hermoso, quedarme solo, pues parece que me han condenado a ello.
No hay comentarios:
Publicar un comentario