Todo pasa a ser complicado, incomprensible, y el esfuerzo de descifrar palabras antes concisas, se vuelve agobiante.
"¿Preparados?" suena a dos metros. Suficiente lejos, pero pasa de sonido a ruido, y taladra.
Este dolor se convierte en bloqueo, y apenas me deja pensar. Veo caer mi pelo con asombrosa rapidez, y el tacto —único sentido lúcido por el momento—, me descubre una cara marcada por una expresión de angustia. No hay manera de escapar. Mis mandíbulas, descontroladas, aprietan diente con diente, y me resulta imposible liberar la presión.
Me despierto a las cuatro, despojándome de los clavos ardiendo que me atan a la cama y al sueño. Y cuando salgo de Oniria, no me deshago de Morfeo como si de un velo se tratara; arranco, en cambio, mi corona de espinas, y arranco manos y pies, y la sangre brota, pero todo es silencio, y no hay dolor; sólo hay esfuerzo, sufrimiento, en la calma mágica, empapado de oscuridad, y luz emanada de mi boca en vez de un grito desgarrador.
Llevo días despertándome a las cuatro, sudoroso, con un desierto en la lengua, y clavos en cabeza, manos y pies. Llevo días en los que la cama es para mí una cruz, y el sueño un martirio que no encuentra su final con la luz.
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